El método experimental y la filosofía de la física
Por Robert Blanche
Traducción de Isabel Morciglio Alicea
Revisión de Isabel Morciglio
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Rio Piedras
Blanche, R. (1980) El método experimental y la filosofía de la física. México. FCE (pp.-60)
Libro primero: La instauración del método experimental
INTRODUCCIÓN
Notas encontradas-Transformación profunda en la manera de mirar y de interrogar a la naturaleza. Arquímedes- método experimental. Demócrito- interpretación mecanicista. Aristóteles- experiencia sensible. Pitágoras- matematización.
Aristóteles hace referencia directa a la experiencia mientras los escolásticos hacen referencias a los libros…
Galileo- hace referencia directa a la experiencia y hacia uso de abstracciones matemáticas
La promoción de la física al rango de la ciencia, en el sentido en que entendemos hoy este término, está ligada a una transformación profunda en la manera de mirar y de interrogar a la naturaleza. Los antiguos griegos, no obstante su admirable espíritu científico, no practicaron el método experimental, al menos de manera sistemática, y no se encuentran entre ellos sino raros esbozos de este, el más acabado de los cuales está sin duda en los trabajos de Arquímedes. Los grandes sistemas filosóficos de la antigüedad apenas invitaban a ello. El matematismo pitagórico-platónico degeneró pronto en una mística de los números. En el extremo opuesto, ni Aristóteles, ni los estoicos en sus especulaciones sobre la naturaleza hicieron aprecio de las matemáticas. Finalmente, el atomismo de Demócrito, reasumido por los epicúreos, si abre el camino de la interpretación mecanicista de la naturaleza, descuida, también él, el aparato matemático.
Pues no debe creerse, dejándose engañar por las palabras, que la novedad del método experimental consiste en remitirse simplemente a la experiencia sensible. Los antiguos supieron observar y aun observar con precisión, como lo testimonia su astronomía. En su célebre fresco, Rafael, para simbolizar el pensamiento de Aristóteles, representa al filósofo con el dedo tendido hacia el suelo. En efecto, no solamente su teoría del conocimiento otorga un alto valor a la experiencia-nihil est in intellectus quod non prims fueril in senses, dirán sus continuadores medievales- sino que su sistema de la naturaleza es rico en contenido empírico. Y, de hecho, este sistema está en buen acuerdo con la experiencia- no, ciertamente, con lo que nosotros, después de casi cuatro siglos de física experimental, llamamos experiencia, que es una experiencia informada por nuestra misma ciencia, sino con lo que podrían ser las primeras lecciones de la experiencia, precisamente, para una mentalidad pre científica. Todavía hoy, a un niño desprovisto de instrucción científica se le haría admitir fácilmente, más fácilmente en todo caso que las de la física moderna las tesis centrales de la física aristotélica y las de su cosmología, que se adaptan mejor, en efecto, a su experiencia inmediata: el geocentrismo, la oposición absoluta entre arriba y abajo, la ligereza del aire y del fuego, la distinción entre movimientos naturales y movimientos violentos, la cesación del movimiento cuando cesa la acción de la fuerza motriz, etc. Los doctores medievales, que enseñaron una física tal, no eran ni tontos, ni ciegos. Lo único que es verdad es que generalmente se inclinaban a no mirar la naturaleza sino a través de los libros de Aristóteles y no a interpretar los hechos sino según la doctrina de este autor-al precio de rechazar los que no se dejaban reducir a ella o que parecían invalidarla. Era bueno por eso que se les invitara a leer más bien como había hecho el mismo Aristóteles, en lo que Descartes llamaría "el gran libro del mundo", y a juzgar de la doctrina según los hechos.
¿No se negaba Cremonini, adversario peripatético de Galileo, a mirar en el lente como se le invitaba a hacerlo para comprobar que los cuerpos celestes no eran incorruptibles, pues, decía él, ello no podría sino trastornarle la cabeza? ¿Qué dirás-escribe Galileo a Kepler- de los primeros filósofos de esta nuestra alta escuela, que, a pesar de haber sido requeridos una y mil veces para ello, jamás han querido mirar a los planetas o a la luna por el telescopio cerrando los ojos por la fuerza a la luz de la verdad? Estos hombres creen que la filosofía es un libro como la Eneida o la Odisea, algo que no se descubre y escruta en el mundo mismo o en la naturaleza, sino que solo puede encontrarse (tales son sus palabras) mediante el cotejo de los textos. ¡Cómo te reirías si oyeses cómo el más ilustre de los filósofos de nuestra escuela se esforzaba en borrar y arrancar del cielo los nuevos planetas a fuerza de argumentos lógicos, como si se tratara de formulas mágicas!
Estos son casos excesivos y casi caricaturescos. Pero si consideramos las controversias suscitadas por las innovaciones de Galileo, comprobaremos que, en sus Diálogos mismos, es el portavoz de los aristotélicos, Simplicio, quien toma la defensa del método experimental de su maestro contra lo que él describe como el método matemático de Galileo. Lo que los doctores escolásticos reprochan a Galileo es el abuso de la abstracción matemática, sin tomar en cuenta la riqueza y la diversidad de lo concreto, por ejemplo, pretender encerrar en una sola fórmula la ley del movimiento de los cuerpos, sin considerar las diferencias entre la trayectoria de un proyectil, el desplazamiento de un carro, el vuelo de los pájaros, etc. Por lo contrario, de acuerdo con Aristóteles, los medievales establecieron una diferencia tajante entre las matemáticas que no concernían sino a las cosas ideales, y la física, que hacia cuestión a las cosas reales, y era, a sus ojos, una simplificación escandalosa la pretensión de tratar a las segundas a la manera de las primeras.
Sin duda, Galileo sabía mirar, y sus célebres observaciones del cielo con la ayuda del lente fueron el primer golpe serio dado a la cosmología y a la física de Aristóteles. Pero esto concierne a la astronomía descriptiva. En sus especulaciones mecánicas y físicas, el razonamiento ocupa más lugar que la apelación directa a los hechos, y es él el que gana decisión. Se ha notado con frecuencia que la adopción del principio de inercia, fundamento de la mecánica moderna y, por intermedio de ella de la interpretación mecanicista de la naturaleza, no podía reposar en la simple observación, ni tampoco en una experimentación cualquiera. Piénsese en todo el tiempo y en todo el trabajo que ha sido necesario para superar poco a poco las sugestiones contrarias a la experiencia inmediata. El propio Galileo, aunque contribuyó ampliamente a establecerlo, no alcanza todavía a entenderlo de manera enteramente correcta. De modo general, los experimentos que él invoca son a menudo simples "experimentos en el pensamiento". Así, discute qué sucedería si se dejara caer una piedra desde lo alto del mástil de un navío según el navío, según el navío estuviera en movimiento o en reposo; pero no será sino Gassendi quien hará realmente el experimento en 1641.
Un ejemplo, que tomamos de la obra de Butterfield ilustrará esta subordinación de la experiencia al razonamiento matemático en la nueva física. Es conocida la historia del experimento que, según se dice, hizo Galileo dejando caer desde la cima de la torre de Pisa dos cuerpos de pesos muy desiguales y arruinando, con este experimento, las tesis de los aristotélicos según la cual el cuerpo más pesado cae más rápidamente. Ahora bien, esta historia es una leyenda. El experimento si fue hecho, pero ulteriormente y por un aristotélico, Coresio, quien declaró haber comprobado que el cuerpo más pesado llegó el primero a tierra, lo cual da la razón a Aristóteles. Publicada en Florencia la obra de Coresio, no pudo pasar inadvertida a Galileo. Pero, según lo que sabemos, no se tomó el cuidado de impugnar la verdad del resultado que allí se relata. Es que su razón le había dado otra enseñanza. Esta nos hace comprender en efecto-Galileo toma aquí un argumento ya invocado por algunos de sus predecesores- que dos ladrillos igualmente pesados caerán siempre con la misma velocidad, ya sea que estén o no unidos el uno al otro. "Los predecesores de Galileo", hace notar Butterfield, "habían razonado a su manera para responder a este problema particular, y ni ellos ni Galileo mostraron la menor disposición a modificar su conclusión simplemente porque el método experimental no había confirmado su juicio".
Hay que comprender que en una ciencia que se expresa en lenguaje matemático, el veredicto de la experiencia no tiene sentido si no aporta una respuesta precisa a la cuestión planteada; pues si el margen de error es demasiado amplio, ¿cómo decidir si el resultado del experimento debe interpretarse, por referencia a valores exactos calculados por la teoría como una aproximación o como un mentís? Pero mientras que la elaboración de una ciencia matematizada presupone así la posesión de instrumentos de medición precisa, inversamente, la construcción de tales instrumentos presupone una ciencia ya elaborada. No nos sorprenderemos entonces sí, por ejemplo, las repetidas tentativas para verificar experimentalmente la ley de la caída de los graves enunciada por Galileo, la primera en fecha de las leyes cuantitativas de la mecánica, siguieron siendo durante más de medio siglo igualmente poco concluyentes, y si hubo que esperar a Hyugens para convencer a los escépticos y a los opositores. Es que, como escribe adecuadamente, S. Moscovici, en ese principio del siglo XVII "la cuestión no es tanto realizar una experiencia, como establecer las condiciones que la hacen posible": por ejemplo, la determinación del péndulo que oscila exactamente al segundo y que fue una de las grandes cuestiones de la época.
No vayamos pues a imaginarnos, según una perspectiva por demás simplista, que lo que hace la esencia del método experimental y la novedad de la ciencia moderna, con relación a la antigua es el reemplazo del razonamiento por la experiencia. El cambio consiste en una nueva manera de asociar razonamiento y experiencia: una nueva manera de razonar a propósito de los hechos de la experiencia para, a la vez, someterla al razonamiento y permite controlarlo.
Después de la palabra experimental empleada para caracterizar la ciencia moderna, la palabra inductiva corre igualmente el riesgo de descarriarnos. Consciente de la necesidad, para la ciencia de lo real, de partir de la experiencia para remontar progresivamente hacia los axiomas, y de seguir, pues, en sentido exactamente inverso el camino que recorría la ciencia demostrativa, (Bacon) naturalmente conservó, para indicar esta marcha regresiva, el nombre de inducción que Aristóteles emplearía para caracterizar el razonamiento que toma a contrapelo el orden silogístico normal. No menos naturalmente, se llegó entonces poco a poco, en la época siguiente, a calificar de inductiva, para oponerla a la ciencia demostrativa, es decir categórico-deductiva, a la ciencia experimental. Calificación, sin embargo, poco feliz, en cuanto que enmascara un hecho capital: no es en la oposición de la inducción a la deducción donde reside la oposición de la ciencia moderna a la antigua, sino en la diferencia entre dos operaciones.
Siguen siendo inversas una de otra, solo que mientras que en la ciencia aristotélica y escolástica deducción e inducción se practican en el plano de los logos, recorriendo una jerarquía de conceptos en el sentido de una generalidad ya decreciente, ya creciente, es en el plano de los paradigmas donde se despliega el pensamiento científico moderno. Del mismo modo que su deducción no se reduce al silogismo, así tampoco su inducción, si se quiere conservar este nombre a lo que constituye el nervio de su método, se reduce, a una simple generalización de la experiencia. De lo cual Bacon casi no se percató, pues, como escribe Emile Brehier, "Bacon jamás reconoció otro intelecto que ese intelecto abstracto y clasificador que viene de Aristóteles mediante los árabes y Santo Tomás. Ignora el intelecto que para Descartes opera en la invención matemática". Pero quienes practican el nuevo método en física sienten perfectamente la diferencia. A Vicenzo di Gracia, que le reprocha no haber aplicado correctamente las reglas del razonamiento inductivo, Galileo responde subrayando la vanidad de una tal inducción, inútil si opera sobre una clase concluida después de la enumeración completa de los casos singulares, inválida si pretende extenderse a una clase cuyos elementos son innumerables.
Lo que el método experimental toma por modelo, no es la inducción de los logos, es el análisis de los geómetras. El "método resolutivo" y el "método compositivo", entiéndase el análisis y la síntesis son las dos marchas complementarias de toda ciencia, tanto la física experimental, como de la matemática demostrativa. De esta manera, a partir del momento en que se comenzara a llamar inductivas a las ciencias experimentales, el término de inducción tendrá una doble suscepción: digamos, para saber breves, la de los lógicos y la de los sabios. Al lado del sentido tradicional, que subsiste, aparece un sentido nuevo que, bajo la influencia de las ideas y del vocabulario de Bacon, no siempre se distingue bien del antiguo, y que designa el modo de construcción de estas ciencias. En el siglo XIX, Mill y Whewell sostendrán, a este respecto, una larga controversia, el primero invocando a "los escritores que hacen autoridad", el otro alegando que las palabras deben seguir el sentido de su empleo y que se debe, pues, entender hoy por inducción el procedimiento de las ciencias que se llaman inductivas, son si este procedimiento ha dejado de estar de acuerdo con el sentido antiguo del término. De estos dos sentidos ¿Cuál es el bueno? La cuestión es sin duda bastante vana. Basta, pero es necesario, tomar clara conciencia de esta dualidad y no concluir atolondradamente, del simple hecho de que las ciencias de lo real son hoy llamadas inductivas, que su método es asimilable a la vieja inducción de los lógicos.
Que el trabajo de investigación no se hace aquí por simple generalización de los datos de la observación, es algo bastante manifiesto. ¡La cosa sería, en verdad, demasiado fácil! Comprendo que el tallo luminoso se refracta cuando pesa oblicuamente del aire al vidrio, del vidrio al agua, de esta a tal otra sustancia transparente y viceversa, y concluyo que, para todos los medios transparentes, el paso del uno al otro retracta el rayo. Sea, pero hacer tal descubrimiento está al alcance de cualquier recién llegado, y solo conduce la antecámara de la física. Para entrar en esta, es necesario no generalizar las observaciones, sino hacer, sobre un solo caso, si es necesario, una observación precisa de las variaciones del ángulo de refracción según el ángulo de incidencia y a partir de aquí encontrar la fórmula matemática que dé su relación exacta y permita calcular el primero cuando se conoce el segundo y el índice de refracción. Que esto sea más arduo que una banal generalización, es lo que prueba el hecho de que ni Tolomeo, ni los árabes, ni Kepler, que, disponiendo de las informaciones necesarias, buscaron la fórmula, la alcanzaron. Para tomar otro ejemplo, con frecuencia invocado por Whewell: cuando Kepler enunció que la órbita de Marte es elíptica, lo cual es una proposición singular, el descubrimiento decisivo estaba hecho: asegurarse después de que la ley valía también para los otros planetas, generalizarlas, no era ya, comparativamente, más que un trabajo de destajista.
Así pues, aunque uno y otro hayan pasado al uso corriente y sea hoy difícil prohibir su empleo, sólo con muchas precauciones, y después de algunas elucidaciones del sentido, pueden conservarse los términos experimental e inductivo para caracterizar al método de la física moderna. ¿Cuáles son, pues, los rasgos por los cuales el nuevo método se opone al que se había practicado hasta entonces en el estudio de la naturaleza? Se los puede reducir a tres, ninguno de los cuales es sin duda absolutamente nuevo en sí mismo, pero cuya unión íntima hará la originalidad del método experimental en física: el uso del razonamiento hipotético-deductivo, el tratamiento matemático de la experiencia, el recurso a la experimentación.
La deducción hipotética se distingue de la deducción categórica en que en lugar de afirmar como verdadero su principio para comunicar su certidumbre a sus consecuencias, se limita a ponerlo en el punto de partida- es el sentido propio del término hipótesis- como un simple postulado cuyo valor de verdad queda en suspenso, y a sacar sus consecuencias, que participan naturalmente de la neutralidad del principio en cuanto a lo verdadero y lo falso. Dicho de otra manera, no se interesa sino en la coherencia formal de la estructura del razonamiento, sin ocuparse de la verdad material de las proposiciones que en él figuran. Lo cual no impedirá que más tarde la verdad o la falsedad de las consecuencias, si se las puede conocer por otras vías, pueda ser invocada para juzgar del valor de verdad de la hipótesis de las que se las ha desprendido.
Un razonamiento tal, era práctica corriente entre los sistemáticos griegos, y ya Platón había hecho su teoría, la que después tomará Pappes. A él se reduce en efecto, el procedimiento del análisis; con el razonamiento por el absurdo que es un caso especial suyo. De aquí pasó a los astrónomos y llegó a ser el método por excelencia de la astronomía llamada formal o matemática. Hay que recordar aquí que en la antigüedad y en la Edad Media, la astronomía se concibió de dos maneras diferentes. Mientras, que Aristóteles, por ejemplo, trataba de explicar los movimientos de los astros por las causas reales, haciendo depender así la astronomía de la física, otros siguiendo la concepción platónica, hacían de ella, una vez recogidas las observaciones, una ciencia puramente matemática, cuya tarea consistía únicamente en imaginar combinaciones geométricas que permitieran calcular correctamente los datos de la observación, o, como decían, "salvar los fenómenos", pero sin conferir un contenido real a estas construcciones matemáticas. Sus círculos no eran otra cosa que líneas geométricas, mientras que Aristóteles pretendía que sus esferas de cristal eran piezas verdaderas de la maquinaria celeste. Su método comportaba manifiestamente, dos momentos. Primero, una marcha regresiva en la que habían de manifestarse la facultad inventiva y el olfato del sabio: en presencia de los fenómenos, imaginar una hipótesis de la cual se presuma que permitirá encontrarlos como consecuencias. Los astrónomos, dice Proclo, que describe este método, "no concluyen las consecuencias a partir de las hipótesis, como se hace en otras ciencias; sino que tomando las conclusiones como punto de partida, se esfuerzan en construir hipótesis de las que resulten necesariamente efectos conformes a esas conclusiones". Sin embargo, para asegurarse de que efectivamente es así, se requiere evidentemente un segundo paso, que consiste precisamente en deducir, por un razonamiento riguroso, las consecuencias de la hipótesis, a fin de confrontarlas con los hechos. Hipótesis primero, deducción después, tales son los dos momentos sucesivos del procedimiento, lo cual justifica el nombre de hipotético-deductivo que le han dado los modernos (Pieri).
La insuficiencia de este método está en que parece no poder rematar, según la confesión de los mismos que lo practican, sino en ficciones más o menos ingeniosas, no en verdades firmemente establecidas. Pues si, en razonamiento formalmente correcto, la falsedad de la consecuencia autoriza a juzgar que hay por alguna parte error en los principios, la regla no opera en el mismo sentido para la verdad: la verdad de la consecuencia no nos asegura de la de los principios, lo verdadero puede deducirse de lo falso o, como se dice, "lo falso implica todo". El hierro es combustible, esta página de libro es de hierro, luego esta página de libro es combustible. En otros términos: mientras que los principios determinan exactamente sus consecuencias, las consecuencias, al contrario dejan relativamente indeterminados los principios de los que pueden sacarse.
Dado un cuerpo de proposiciones, se pueden encontrar varios sistemas de principios, e incluso teóricamente una infinidad, que sean tales que este cuerpo de proposiciones pueda deducirse de ellos. Los antiguos conocieron perfectamente estas propiedades lógicas de relación de principio a consecuencia y los astrónomos de la línea matemática profesaron el carácter ficticio de los resultados que obtenían, como lo hará expresamente Proclo: "De falsas hipótesis se puede sacar una conclusión verdadera, y la concordancia de esta conclusión con los fenómenos no es una prueba suficiente de la verdad de esas hipótesis". Por eso las diversas hipótesis que se pueden forjar para dar cuenta del mismo fenómeno no se excluyen mutuamente. "Es evidente", hace notar Simplicio, "que el hecho de diferir de opinión respecto de estas hipótesis no podrá dar lugar a ningún reproche. El objeto que nos proponemos es, en efecto, saber si, al admitir ciertas suposiciones, se llegará a salvar las apariencias. No hay lugar pues para sorprenderse de que astrónomos diversos se hayan esforzado en salvar las apariencias. No hay lugar pues para sorprenderse de que astrónomos diversos se hayan esforzado en salvar los fenómenos partiendo de hipótesis diferentes." El caso que más turbó a los astrónomos antiguos fue una demostración de Apolonio de Perga, que estableció por un razonamiento geométrico la equivalencia entre la hipótesis de los excéntricos y la de los epiciclos: equivalencia que habría de permitir a Hiparco no hacer elección entre las dos hipótesis.
La pluralidad de las hipótesis relativas a un mismo orden de fenómenos no es pues siempre vista como un defecto; se llegará alguna vez alabarla como la riqueza, como se ve, por ejemplo en Epicúreo que, multiplicando las explicaciones posibles de diversos fenómenos celestes ataca a los que "en lugar de apegarse al único método posible cayeron en las opiniones vanas porque pensaron que los fenómenos celestes no podían recibir sino una explicación única, rechazando todas las otras explicaciones que se podían concebir como posibles, y poniendo así el pensamiento en presencia de alguna cosa que él no puede alcanzar, a saber las razones que impondrían una explicación única con exclusión de las otras".
El carácter irrealista de una ciencia tal podría también invocarse para justificar la audacia de las hipótesis que se adelantan. El ejemplo más famoso de esto se encuentra en la carta con la cual Osunder presenta el De veroiutionibus orbiuus coelestium de Copérnico, fingiendo ver en la hipótesis heliocéntrica un simple artificio matemático. "Toca como propio al astrónomo", escribe, "primero recoger mediante una observación cuidadosa e ingeniosa las descripciones de los movimientos celestes, en seguida investigar las causas de ellos, es decir, puesto que no es posible de ninguna manera llegar a las verdaderas, imaginar e inventar algunas hipótesis, tales de su suposición, y al seguir los principios de la geometría, esos movimientos se puedan calcular exactamente, tanto para el futuro como para el pasado… Y no es necesario que estas hipótesis sean verdades ni aun verosímiles; una sola cosa basta: que se presenten a un cálculo que resulte de acuerdo con las observaciones." A principios del siglo XVII, el cardenal Belarmino sugirió a Galileo, que retomaba la tesis maestra de Copérnico, que adoptase la misma posición prudente.
Así el procedimiento hipotético-deductivo parecía no ser sino un simple juego sin uso para una ciencia que pretende enseñarnos la verdad sobre lo real. Un escolástico, que cita Lalande según Duhern, lo definía: el arte de sacar lo verdadero de lo falso. Lo que iba pues aparecer como una novedad paradójica no era pues de ninguna manera el uso del razonamiento hipotético-deductivo, sino su aplicación sistemática a la física.
Para comprenderlo, hay que recordar primero que se asiste, en el siglo XVII, a un deslizamiento semántico, en el uso de la palabra hipótesis, o más, exactamente, al surgimiento de un sentido nuevo que, coexistente primero con el antiguo, acabará por ofuscarlo casi enteramente. A la hipótesis-postulado se sustituye progresivamente la hipótesis-conjetura. No ya un enunciado establecido arbitrariamente y situado fuera del dominio de lo verdadero y lo falso, sino un enunciado del cual no se sabe todavía si es verdadero o falso, y sobre el que puede pensarse que el acontecimiento permitirá quizá decidir. Según se adopte uno o el otro sentido, el procedimiento hipotético-deductivo tomará, naturalmente un contenido muy diferente. En Descartes, que comparado con los nuevos físicos experimentales puede ser figura tardía en cuanto que permanece unido al ideal tradicional de una física demostrativa, estos dos sentidos se yuxtaponen sin confundirse y las dos especies de hipótesis son igualmente admitidas: lo cual le permite presentar, además de una justificación puramente racional, otras dos, maneras de justificar sus principios de física. Pero entre los instauradores del método experimental, la posición ha cambiado netamente. En primer lugar ya no quieren saber nada de hipótesis ficticias. Rechazan la concepción de una astronomía puramente formal para No admitir como científicamente válida sólo aquella que nos da explicaciones verdaderas, conformes a la naturaleza de las cosas. Ya Copérnico, con toda verosimilitud, no hubiera aceptado la interpretación que diera Osiander de su doctrina: en todo caso, sus amigos la consideraron como una especie de tradición, Ramus prometió ceder su cátedra del Colegio Real a quien hiciera por fin una astronomía sin hipótesis. Bacon compara la astronomía matemática a una piel a la que faltan las entrañas, es decir las razones físicas. Galileo no quiso llevar la prudencia hasta presentar el heliocentrismo como una simple ficción matemática. Kepler se levanta vivamente contra aquellos que osan poner en el mismo rango a Copérnico y a Tolomeo por la razón de que los dos sistemas permiten igualmente calcular los fenómenos; y pretende, por su parte, construir toda la astronomía nos hypothesibus ficticies sed phycisis causis. Pascal declara, por lo demás sin arriesgarse, en lo que a él toca, a "un tan grande discernimiento", que de las hipótesis de Tolomeo, de Tycho, de Copérnico, y de las otras que pueden hacerse, solo una puede ser verdadera. Sin duda hay que recordar este sentido antiguo, y todavía muy vivo, de la palabra hipótesis, para interpretar correctamente el famoso Hypotheses nin fingo de Newton.
Pero entonces, el método que permitía construir así una astronomía física debía también poder servir para construir una física sobre el modelo de esta astronomía. Esta ha de edificarse por una especie de inversión del método demostrativo, por un método en el que, como dirá Pascal, son los experimentos los que deben ser considerados como "los únicos principios de la física." Comprendamos bien el sentido en que está tomada esta palabra, principio, que no concuerda con el de Descartes. No se trata ya de principios en el sentido lógico, de proposiciones de donde las leyes físicas podrían deducirse como consecuencias; sino de puntos de partida de la investigación, de principios en el sentido metodológico. A partir de estos, no es por un razonamiento en forma, lógicamente obligatorio, como se llega al conocimiento de las leyes, sino por una marcha más libre y más aventurada. Los hechos de experiencia se presentan a nosotros, como dirá Spinoza, a la manera de "consecuencias a las que faltan sus premisas", se remonta por el análisis, desde estas consecuencias a premisas posibles; dicho de otra manera, se hace una conjetura tal que parezca, por lo menos, verosímil; en seguida, invirtiendo el movimiento, se vuelve a descender esta vez mediante una deducción rigurosa, desde esta conjetura a consecuencias tales que permitan por una confrontación con los hechos de experiencia; juzgar el valor de una conjetura. Una idea entre dos hechos: a partir de observaciones, una hipótesis, después de esta, una deducción que conduce al experimento para controlar la hipótesis, tal es el método hipotético-deductivo, que será el de la física nueva.
De esta manera, mientras que rechazan la hipótesis en cuanto pura ficción, los nuevos físicos se ven arrastrados en contrapartida- y puesto que se oponen también a una física puramente demostrativa more geométrico- a usar sistemáticamente la hipótesis en el sentido de la conjetura y a dar así un sentido nuevo y un nuevo contenido al razonamiento hipotético-deductivo.
Es verdad que evitan generalmente poner el acento sobre esta etapa esencial de su método y que prefieren más bien subrayar el rigor del razonamiento y la referencia a los hechos. Pero se le encuentra, sino siempre en lo que ellos dicen, al menos siempre en lo que hacen, como una pieza indispensable del procedimiento. Para no citar sino dos ejemplos famosos: se sabe de los múltiples ensayos que hizo sucesivamente Kepler antes de caer en la idea de una órbita elíptica; se sabe que la teoría de la gravitación permaneció largos años en el espíritu de Newton como una hipótesis errónea, hasta que una nueva medida geodésica mostró que concordaba exactamente con los hechos. Solo que ¿Cómo se escapará entonces cualquiera que sea el sentido en que se entienda la hipótesis de partida, al efecto reconocido de este método, empleado ahora como un medio por el cual se juzga de la verdad de los principios según la de sus consecuencias? ¿No va a macular de incertidumbre toda la física y a vedarle así el acceso al nivel de la ciencia?
Los físicos modernos no niegan de ninguna manera este defecto lógico; piensan solamente, que en ciertas condiciones, el procedimiento puede darnos una seguridad tal que equivalga prácticamente a una certeza. Aquí, también, una confusión debe ser cuidadosamente disipada. Como la de hipótesis y en conexión con ella, la noción de lo probable esta entonces trastocando su sentido. La idea de una física que es solo probable, y que se opone así a la certeza de las matemáticas esta tan lejos de ser nueva, que es, por el contrario, uno de los dogmas de la filosofía escolástica. En esta la física se enseña como una parte de la filosofía y no entre las ciencias rigurosas. Lo probable, para un escolástico, es, en el sentido propio del término, probabilis, lo que se puede probar: esto es, el punto de llegada de una argumentación dialéctica. En estas condiciones, casi no hay proposición que nos sea "probable": todo depende de la ingeniosidad del abogado. Una probabilidad tal no tiene, evidentemente, sino relaciones lejanas con la verdad y la certeza. Se conoce el lugar que ocupaban, en la enseñanza de la Escuela, las diputaciones pro et concina. Y se comprende la aversión de Descartes contra esas ciencias "cuyas razones no son probables", aversión enteramente compartida con los promotores del método experimental. Pero estos últimos comienzan a entender la palabra en otro sentido, que ha llegado a ser el nuestro. Para nosotros, en efecto, lo probable es, en el lenguaje usual, lo que se aproxima a la certeza sin alcanzarla, y, en el sentido más amplio que toma la palabra en el lenguaje científico, toda la zona que se extiende entre lo ciertamente verdadero y lo ciertamente falso, cosas que quedan ellas mismas incluidas en lo probable, como sus dos casos-límites. Nada acaso muestra mejor la coexistencia, y al mismo la oposición de los dos sentidos en este periodo de transición que es el siglo XVII, que el hecho de que el mismo Pascal, que tan vivamente combatió en las Provinciales la doctrina de las opiniones probables, sea precisamente el iniciador del moderno cálculo de probabilidades. En este cálculo la probabilidad misma se hace objeto de ciencia, está sujeta a la medida y al tratamiento matemático: lo probable es lo posible numéricamente cuantificado.
Es verdad que en el siglo XVII todavía no se plantea la aplicación de esta medida a la probabilidad de las hipótesis científicas. Al menos existe un esfuerzo para determinar, sin alcanzar la precisión numérica, los diferentes grados de probabilidad de una hipótesis, juzgada por la verdad de sus consecuencias experimentales; y se muestra que esta probabilidad puede elevarse a un nivel tal, que alcance lo que puede considerarse prácticamente como una certeza, lo que se llama entonces, para oponerlo a la certeza lógica o matemática, una "certeza moral" (Descartes) o una "certeza física" (Leibniz). Ya Hobbes, Hooke, Boyle, tratan de explicitar estas condiciones. A fines del siglo, la cuestión no suscita casi controversia. Así Leibniz que deseaba justamente que se hiciera, al lado de la lógica demostrativa, "una nueva especie de lógica que tratara de los grados de probabilidad" y nos diera "una balanza necesaria para pesar las apariencias y para formar sobre ellas un juicio solido" de las precisiones siguientes: "Quienes habiendo aceptado la idea de una física no demostrativa, parten de alguna hipótesis para deducir de ella fenómenos conocidos, no pueden demostrar por esto que su hipótesis es verdadera, a menos que observen la condición que propuse ya [la de la reciprocidad de las proposiciones], lo cual, en realidad, no han hecho, y acaso no han querido o podido hacer. Lo único que hay que reconocer es que una hipótesis se hace tanto más probable cuanto más simple de comprender es y más amplio poder tiene, es decir, que permite explicar el mayor número de fenómenos con el mínimo de presuposiciones. Y puede suceder que cierta hipótesis pueda tenerse por físicamente cierta, a saber, cuando satisface plenamente todos los fenómenos que se presentan a la manera de una clave para criptogramas. Pero lo que hace, además de su verdad, el mayor mérito de una hipótesis, es cuando permite hacer predicciones a un respecto de fenómenos o experiencias que todavía no han sido experimentados nunca: pues en este caso, una hipótesis tal puede ser tenida, en la práctica, por la verdad misma. Lo cual le permitirá escribir en otra parte: "Me paree que la certeza (moral se entiende, o física), pero no la necesidad (o certeza metafísica) de estas proposiciones que se han aprendido por la sola experiencia y no por el análisis y la conexión de ideas, queda establecida entre nosotros y con razón."
Un segundo rasgo que distingue a la física moderna de la antigua, es la reducción sistemática del mundo de la experiencia a su estructura matemática. Aquí también conviene discernir en qué reside la novedad de este modo de aprehensión de los fenómenos. No basta, para ser un moderno, aplicar las matemáticas a la interpretación de la experiencia. La tradición hermética, la cábala, no se privaban de ello. Kepler mismo no se desprenderá nunca completamente de esta mística matemática. En su primera obra, Mysterium cosmographicum, explica el número y las distancias relativas de los cinco planetas entonces conocidos por referencias a la teoría de los poliedros regulares que- como se sabe desde la época de Platón, que también le dio un uso físico en su Timeo- son precisamente en número cinco. Al orbe en la Tierra, escribe, "circunscribe un dodecaedro: la esfera que lo rodea es la de Marte. Al orbe de Marte circunscribe un tetraedro: la esfera que lo rodea es Júpiter. Al orbe de Júpiter circunscribe un cubo: la esfera que lo rodea es Saturno. Coloca ahora en el orbe de la tierra icosaedro: la esfera que está inscrita es Venus. Coloca en el orbe de Venus un octaedro: la esfera que le está inscrita es Mercurio, tal es la razón del número de los planetas y de la proporción de sus orbes. Bajo una forma más depurada, especulaciones de este género persistieron en Kepler hasta el fin de su carrera, cuando, proponiéndose describir la Harmonía del mundo, el vuelve, rectificándolas y completándolas, a las tesis mayores del Mysterium; y se entremezclarán extravagantemente, en su espíritu, con las que lo condujeron a sus grandes descubrimientos.
Es de este modo como las matemáticas se introducen en la física, y como cae la barrera con que la Escuela separaba radicalmente, como a lo imaginario de lo real, a una ciencia abstracta y puramente ideal. De una ciencia que se propone darnos el conocimiento de lo concreto, tal como se ofrece a la experiencia sensible. En adelante, el recurso a la experiencia se acompaña paradójicamente de una depreciación de lo sensible. Toda esa riqueza concreta que se ofrece a nuestra percepción y que encanta el alma del artista va a encontrarse poco a poco reducida a símbolos algebraicos. Las cualidades solo interesan al físico como incitaciones a la medida y no entran en la ciencia sino a titulo de cantidades. En esta ciencia los enunciados de base son ya de otro nivel que los enunciados preceptivos. Son cuadros de números, valores de ciertas magnitudes. El paso decisivo, para entrar en la ciencia, es llegar a traducir los fenómenos en tales magnitudes abstractas. Los enunciados de medida "constituyen la simetría primitiva con la cual el físico constituye un mundo, son los elementos simples de la 'realidad' que él trata de determinar en sus juicios". No ya pues-como en esas ciencias todavía no adultas en las que demorarán los análisis de los filósofos empiristas ingleses, de Bacon a Mill- investigar las relaciones de sucesión o de coexistencia entre dos o varios fenómenos mantenidos en su heterogeneidad; sino analizar un solo fenómeno en sus dimensiones características, para determinar la relación matemática según la cual tal dimensión varía en función de tal otra, tomada aquella como variable independiente.
Encontrar estas "dimensiones", es decir, las nociones abstractas que se prestan a una determinación experimental de su magnitud, tal es la tarea primera del sabio. La ciencia antigua no conocía las magnitudes sino en muy pequeño número, y de los más banales-fuerza, masa, aceleración- no se presentan así naturalmente a la observación, y verán en el siglo XVII los descubrimientos de base de la nueva ciencia. Estas nociones de base han dejado de ser propiamente concretas. ¿Es necesario pues, llamarlas abstractas? No en el sentido en que lo sean los conceptos aristotélicos, que pierden su determinación en proporción de su grado de abstracción y de generalidad y que no permiten pues reengendrar ya lo concreto, de donde se los sacó. Son abstractas solo en el sentido de que son intelectuales, inmediatamente sensibles, pero no tendrán significación física sino acompañadas de la indicación de procedimientos que permiten obtener de ellas, en lo concreto una medida precisa. Se llegará hasta sostener que su sentido reside entero y únicamente en el conjunto de las operaciones por las cuales se las mide, o también lo cual quiere decir casi lo mismo, que "el método científico mide antes del saber lo que mide", pues la entidad nueva-incluso ni toma el nombre de una noción más familiar-no recibe al sentido sino de la medida misma que la determina. Es entre estas magnitudes abstractas, en la recepción nueva de ese adjetivo, y no entre fenómenos concretos donde la física tejerá su trampa de leyes.
Se comprende cuan escondidos podría parecer semejante manera de abordarlas al estudio de la naturaleza a los filósofos tradicionalmente apegados a una física de las cualidades y habituados a mirar la matemática como una ciencia menor. Lo que sus contemporáneos reprochaban a Galileo era el razonar como matemático, mientras que, al contrario, Galileo pedía a su título oficial de matemático se agregara el de filósofo- entendamos: de físico-, pues, escribió, "hago profesión de haber consagrado más años al estudio de la filosofía, que meses al de las matemáticas puras". Es que "el libro de la filosofía es aquel que esta perpetuamente abierto ante nuestros ojos: pero como está escrito en caracteres diferentes de los de nuestro alfabeto, no puede ser leído por todo el mundo; los caracteres de este libro no son otros que los triángulos, cuadrados, esferas, conos y otras figuras matemáticas, perfectamente apropiadas a tal lectura".
Dijimos que los rasgos con que caracterizábamos el nuevo método eran solidarios. Anotemos pues aquí cuánto contribuyen la precisión de las medidas y el rigor del razonamiento matemático a habilitar la práctica del procedimiento hipotético-deductivo para el conocimiento de lo real. La certeza moral de que la verdad de las consecuencias garantiza la de los principios, se acrecienta en efecto si estas consecuencias no sólo son más numerosas sino que están sobre todo, formuladas con mayor precisión. Si no hay nada de improbable en que, cuando se permanece en lo indeterminado, se puede deducir un mismo conjunto de hechos de diversos sistemas de hipótesis, lo cual no autoriza a ninguna, no sucede lo mismo cuando estos hechos son predichos con la mayor exactitud hasta en sus detalles. Cuando Lucrecio, para probar la hipótesis atomista, invoca el anillo que se desgasta por el frotamiento, las telas que toman humedad cuando se tienden cerca de una orilla y que se secan expuestas al sol, etc., todo esto tiene sin duda cierta verosimilitud, pero no excluye de manera alguna la posibilidad de explicaciones diferentes. Pero cuando Jean Perrin, para poner a prueba las tesis atómicas modernas, calcula, por una docena de vías independientes, el valor del número de Avogadro y todos los resultados convergen hacia un mismo número, entonces ninguna duda razonable es ya lícita.
Por importante que era la introducción sistemática de la medida en el estudio de los fenómenos naturales, no representa sin embargo más que un aspecto derivado de la matematización de la naturaleza. Después de todo, Bacon también que se la contara, que se le pesara, que se la midiera. Solo que estas medidas eran del género de aquellos que todo el mundo puede hacer directamente sobre los datos de la experiencia concreta. Podían sin duda dar una mayor precisión a la ciencia antigua, pero no determinaban en ella revolución alguna: la visión de la naturaleza seguía siendo la misma, solo el acomodo mejoraba. El paso a la ciencia moderna supone, al contrario, una verdadera revolución mental, ligada a una modificación radial del aspecto de las cosas. Se trata de habituarse a mirar la naturaleza con ojos de geómetra, de operar la "situación del espacio concreto de la física pre galilea por el espacio abstracto de la geometría euclidiana", es decir, de situar los fenómenos en un espacio homogéneo, isótropo, infinito, de concebir, pues, un mundo que deja de tener el acabamiento de un cosmos, para perderse en lo ilimitado, un mundo que deja a la vez de tener un centro y, más generalmente, de contener lugares privilegiados, no más que direcciones privilegiadas como las de alto y bajo. Y en este espacio que es una verdadera nada física, un vacío absoluto, reducir todos los movimientos a simples desplazamientos de puntos geométricos; y aun yendo más lejos, y retomando con un aparato matemático de que ellos carecían las anticipaciones audaces de los viejos atomistas, reducir a su vez todos los cambios en los fenómenos a simples movimientos, en el sentido moderno de movimiento local. Rechazar pues fuera de lo real físico, para referirlas a simples secciones del sujeto, todas esas cualidades sensibles que constituían justamente, tanto para el físico aristotélico y escolástico como para el sentido común, la materia misma de lo real. Galileo declara en el Saggiatore que lo negro y blanco, lo dulce y lo amargo, son sólo nombres que imponemos a las cosas que provocan en nosotros ciertas sensaciones, mientras que sólo la figura y la magnitud, el movimiento y el reposo, son las cualidades primeras y reales, primi aredi accidenti. Descartes reduce la materia a la extensión geométrica y enseña que todo, en la naturaleza se hace por figura y movimiento. Gassendi readapta a las nuevas exigencias de la ciencia la mecánica atomista de Demócrito. Huygens declara que no se comprenderá nunca nada en física si no se concibe la causa de todos los efectos naturales por razones de mecánica. Y Newton asigna por tarea a la física determinar todos los fenómenos por los del movimiento.
Así se disocian los dos componentes que hasta entonces, se unían para definir lo real. Lo real es, por una parte, lo que cae bajo la experiencia inmediata, lo que resistiendo, a mi fantasía, se impone a mi percepción, en una palabra, el dato concreto. Es también, por otra parte, la que existe, independiente del conocimiento que usted o yo podemos tomar de ello, es aquello sobre lo que todo conocimiento deberá regirse para tener un valor objetivo. Pero, he aquí que, cesando de combinarse armónicamente, estos dos caracteres tienden a hacerse antagónicos; y la separación no hará sino acentuarse con los desarrollos ulteriores de la física. En efecto, se hace más y más manifiesto de la objetividad del conocimiento físico, no se obtiene sino despojando a las cosas de su revestimiento sensible. La palabra "real" se entiende ahora según dos acepciones, que no sólo no son vecinas, sino que van a situarse por el contrario en los dos extremos del proceso del conocimiento, la una como su terminas a quo y la otra como terminas ad quiem: por un lado el dato inmediato, punto de partida necesario de todo conocimiento de la naturaleza: por otro el segundo objetivo, al cual tiende como a su ideal el conocimiento científico. Entre lo concreto y lo objetivo, en adelante, es necesario escoger. Lo real del físico no puede ser ya, como había sido hasta entonces, el mismo que el del sentido común. Entre uno y otro la ruptura está consumada.
Ultimo rasgo esencial, finalmente, más exterior y más directamente perceptible, que opone al antiguo el moderno método en física: la afinación de la observación, el paso de la observación banal, que no se había dejado de practicar hasta entonces, a una observación que se hace científica por el recurso a un instrumental concebido ad hoc. Transformación que alejaría paulatinamente al físico del filósofo y del escritor, para aproximarlo al artesano y al ingeniero, y que cambiaría al físico de biblioteca en un físico de laboratorio. A principios del siglo XVII, se ve a los sabios colaborar, no sin frecuente disgusto, con obreros escogidos por su habilidad, a fin de obtener de ellos los instrumentos que necesitaban para sus investigaciones. Después, a medida que los instrumentos se multiplican, se hacen más complejos y exigen gastos que excederán pronto los recursos de un particular, comenzarán a aparecer los laboratorios comunales, primero a cargo de sociedades científicas que se organizan de manera oficial y más tarde a cargo de la Universidad. Solidariamente van a nacer y a desarrollarse una industria y unos comercios completamente nuevos, los de los fabricantes y mercaderes especializados en aparatos de física. Estos aparatos son de diversas clases, respondiendo a funciones diferentes; algunos de ellos podrán por lo demás satisfacer varias de estas funciones. Primero los instrumentos de observación, que acrecientan el alcance de nuestros sentidos. La cosa empieza con el lente astronómico. El peripicillum de Galileo puede ser considerado, como lo afirma Koyné, como el primer instrumento científico; permite trascender la limitación que la naturaleza impone a la sensibilidad y al conocimiento humano; con su invención empieza para la ciencia una nueva fase de su desarrollo, la que puede calificarse de instrumental.
Ulteriormente, nuevos instrumentos permitirán no solamente ampliar el alcance de uno de nuestros sentidos, sino traducir en manifestación sensorial fenómenos a los que ninguno de nuestros sentidos está adaptado. Después los instrumentos de medición. Una física que reposa sobre el conocimiento de las "dimensiones" exige evidentemente tales instrumentos. A cada una de esas parejas antiéticas de cualidades sobre las cuales se fundó la física aristotélica, como lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo se sustituye una noción abstracta, única de la temperatura o la de grado higrométrico, pero que se diversifica en una escala graduada de valores según la cual se puede, para cada experimento, determinar con instrumentos adecuados una magnitud a la vez precisa y objetiva: dos caracteres de que carecían las indicaciones proporcionadas por nuestros órganos sensoriales, y que serán los únicos que hagan alcanzar a los fenómenos el nivel científico. Por último, maquinarias más o menos complejas, con dispositivos que permiten producir artificialmente, en las condiciones más favorables para la observación, el fenómeno que se va a estudiar. El plano inclinado de Galileo, con sus cojinetes, todo ello acompañado de la tocsa y de la clepsidra, es ya, bajo una forma rudimentaria, un aparato tal. Es en esta manera activa de interrogar a la naturaleza en la que piensa Bacon cuando pide que se la someta a tortura para hacerla confesar sus secretos; es en ella en la que piensa Descartes cuando habla, después de "las que se presentan por ellas mismas a nuestros sentidos", de esas "experiencias más raras y estudiadas" que se pueden buscar cuando se está más adelantado el conocimiento.
Una vez más, no hay que engañarse sobre el alcance exacto de estos procedimientos artificiales. El recurso al experimento no es suficiente, por sí solo, para conferir valor experimental a la investigación: y si está naturalmente asociado al método experimental, no lo está, sin embargo, de modo absolutamente indisoluble. De hecho, el desarrollo de la física de laboratorio marca cierto retardo respecto del nacimiento del espíritu experimental en física. Será necesario nada menos que todo el siglo XVII, hace notar Daumas, para aclimatar en los medios interesados el instrumento científico. Largo tiempo considerado como un utensilio excepcional, realizado con grandes costos para las necesidades de los sabios de primer orden, el instrumento llega a ser verdaderamente de uso corriente sólo durante la primera mitad del siglo XVIII. Y no es sino en esa época cuando comienza la práctica de los experimentos en la enseñanza de la física. Los celebres "miércoles" de Rohault, instituidos en 1659, en los que se presentaban experimentos comentados y contradictorios, estaban al margen de la enseñanza oficial. Esta no seguirá el ejemplo sino hacia 1700, y aun de manera completamente esporádica: en Oxford y en Leyden. En Francia, sólo en 1753 se crea en el colegio de Navarsa, una cátedra de física experimental, confiada al abate Nollet. Algunos años antes, Desaguliera, que fue uno de los primeros grandes profesores de física experimental, había estimado que el número de éstos en toda Europa no superaba la docena.
Pero sobre todo, en sentido inverso, la "puesta en cuestión" de la naturaleza sigue siendo vana sino se practica con verdadero espíritu científico. No hablemos de esas situaciones del arte a la naturaleza que nos ofrecen los técnicos: desde el siglo XIII, la industria humana tomó un nuevo impulso, pero sin relación con la ciencia oficial que, por su lado, miraba con desprecio los trabajos de los artesanos y aun los de los ingenieros. Consideremos más bien a esos hombres que, en la Edad Media y en el Renacimiento, vivieron encerrados en los laboratorios, entre retortas, crisoles, hornillos, alambiques. Por más que pasaran su tiempo atormentando a la naturaleza mediante cocciones, destilados, mixiones, la naturaleza no les respondía, ni siquiera a aquellos que habían apartado de su espíritu las sobrevivencias mágicas o místicas, pues no sabían cómo plantear convenientemente las preguntas. Es notable que la química, que precedió con mucho a la física por la práctica corriente de lo que sin duda habrá que llamar experimentación no llegó a ser ciencia sino un retardo de casi dos siglos con respecto a la física misma, y precisamente cuando adoptó el rasgo del físico y en particular cuando empezó a usar sistemáticamente la balanza de precisión. En física misma, el experimento no era, en el siglo XVIII, como verdaderamente nuevo. Se cita con frecuencia a Roger Bacon, a este respecto como un precursor. Pero en el, P. Brunet nota que "el termino experimento reviste, como por otra parte en muchos de los autores del siglo XIII, un sentido más o menos hermético, que alude a procedimientos alquímicos, y son quizá hasta cierto punto, mágicos, pero en todo caso poco experimentales según la acepción moderna del término".
En realidad, la diferencia esencial no está tanto entre la observación simple, entendida como la verificación de los fenómenos que se van a estudiar. Esto concierne sobre todo a las operaciones de la mano, mientras que lo principal reside en la actitud del espíritu. Desde este último punto de vista, la diferencia fundamental está, como lo explicara más tarde C. Bernard, entre hacer una observación y recurrir a la experiencia. Esto responde a dos funciones distintas. Hacer una observación es el punto de partida del método: la comprobación del hecho que sugiere la idea. Si esta comprobación versa casi siempre sobre los fenómenos tal como se ofrecen por sí mismos a nosotros, nada impide que un experimento pueda también ser su ocasión, o aunque esta ocasión sea expresamente instituida para hacer la observación más precisa en los dos casos la función es la misma: plantear el problema. Pero después de haber imaginado una solución posible a titulo de hipótesis más o menos verosímil, será necesario controlarla, ponerla a prueba, y para esto recurrir al experimento para saber si éste concuerda con las consecuencias de la hipótesis.
Suscitar artificialmente tal experimento, bajo la forma precisa que debe tomar para que el control sea decisivo, será sin duda, cuando es posible, el mejor procedimiento, pero si acontece que la naturaleza nos lo presenta espontáneamente, nada ha cambiado por eso en lo que concierne al método: seguimos estando en la etapa final, la que decide la solución del fenómeno. Es esta separación entre las dos funciones de la experiencia-suscitar la hipótesis o controlarla- la que es un rasgo característico del método experimental. Y si esta separación coincide en general y muy naturalmente, al menos en los principios de la ciencia con la distinción entre la observación bruta. Y la observación de laboratorio, no debe por eso reducirse a aquella.
Por eso la práctica, aun asidua, de la observación artificialmente provocada no es suficiente por sí mismo para caracterizar el método moderno en física. No nos da sus frutos sino cuando se une íntimamente a los otros dos rasgos por los que definimos el método experimental: uso sistemático del razonamiento hipotético-deductivo, expresión de los problemas de física en lenguaje de dimensiones. El empleo del método hipotético acude en efecto, para el control de sus consecuencias expresadas en valores precisos de ciertas magnitudes sobre las cuales versa el problema sustrayéndolas a las perturbaciones que las afectan, en la naturaleza, por su composición con otras magnitudes, al aislarlas de modo que sea posible seguir sus variaciones, "en igualdad de las demás condiciones", etc. Y la precisión misma de las medidas requiere una infinidad de precauciones que imponen un instrumental complicado. Aun más, cuando los resultados teóricos obtenidos a partir de las primeras observaciones son los mismos confirmados por la experiencia, se convierten a su vez en especies de hechos sobre los cuales, subiendo un grado, se podrá ya construir y así sucesivamente. Whewell ha subrayado claramente esta transformación de las ideas en hechos. Que la atmosfera ejerce una presión sobre el manto de las aguas o sobre la cubeta de mercurio, ¿es un hecho, es una teoría? Respuesta: fue una teoría, ha llegado a ser un hecho.
En estas condiciones, los hechos de base se desplazan progresivamente para los problemas que se plantea efectivamente el físico y estos se alejan más y más de aquellos que nos ofrece la naturaleza. Los hechos científicos, dirá en este sentido Edward Le Roy, son hechos por el científico. Este sobre todo porque, estando más atentos a asegurarse de la certeza de las proposiciones de las que partían que de la verdad de las que deducían de ellas no podían tener ninguna razón para preguntarse qué sucedería en casos diferentes de aquellos que, presentándose espontáneamente a su observación, les sugerían inmediatamente las generalizaciones sobre las que basaban sus razonamientos. De donde es permitido algunas que fue en cierto sentido la aplicación cada vez más vasta y más sistemática de la deducción al estudio de los fenómenos de la naturaleza la que proporcionó el primer impulso al desarrollo de los métodos experimentales modernos y que no es un hecho que deba atribuirse al azar el que los más eminentes iniciadores de estos inician también a la vez los más grandes instauradores y autores de la aplicación a las ciencias físicas de ese poderoso instrumento de deducción que es la matemática. Suscita si así puede decirse una naturaleza artificial y la física que es, su nombre lo recuerda, la ciencia de la naturaleza, acaba por llegar a ser en su totalidad una ciencia de laboratorio.
Es tal vez sorprendente que la humanidad no haya llegado sino tan tardía y difícilmente a una manera de estudiar la naturaleza que hoy casi nos parece que cae por su propio peso; que ni los griegos ni los árabes, si bien entrevieron alguna vez el método experimental, hayan logrado establecerlo y que, al nacer, haya chocado todavía con tantas resistencias antes de lograr ser aceptado. Es que debía superar muchos obstáculos. Sin hablar de los impedimentos exteriores y de alguna manera negativos que pudieron ser la insuficiencia de los medios de observación o de los recursos matemáticos, habla sobre todo esos azoros internos y completamente positivos, tanto de orden afectivo como intelectual, tanto más difíciles de vencer y aun simplemente de descubrir cuanto que son apenas conscientes de esos que G. Bachelard llamará "los obstáculos epistemológicos". Para poder abordar el estudio de la naturaleza con espíritu francamente científico, era necesario cambiar de mentalidad, operar una verdadera conversión intelectual y moral. No solamente renunciar, para decirlo con los términos de L. Rougier, a la mentalidad "realista u ontológica", que es la de los aristotélicos, sino también purgar su espíritu de lo que subsistía en él de otras mentalidades mas arcaicas aún, la mentalidad "animista o mágica", la mentalidad "simbolista o mística": mentalidades cuya sobrevivencia es tenaz y que conocieron precisamente un rebrote de favor en el momento del Renacimiento. R. Lenoble ha insistido justamente en ello, al mostrar lo alejado que estaba el naturalismo de esa época de una sana aprehensión de los fenómenos naturales, y que, aunque se oponía efectivamente a la ciencia escolástica, significaba más bien un retroceso con respecto a ella, puesto que la naturaleza tal como la concebía se parecía más bien a un "cofre de los milagros". Descartes no tuvo que luchar solo contra los doctores de La Soborna, debió rechazar también todas esas "malas doctrinas" que florecían entonces: alquimia, astrología, magia. No olvidemos que Bacon hace figurar la magia en su clasificación de las ciencias y que Kepler profesaba la astrología. Se puede precisar más y reconocer en cada uno de los tres elementos en los que el análisis resuelve el método experimental, aquello que lo obstaculiza.
El uso normal de la deducción es tomarla, en el sentido directo, como medio de demostración. Ser parte de premisas que, por una u otra razón se tienen por seguras y se comunica su certeza a las consecuencias que se deducen de ellas. Se avanza así sobre un terreno firme. Hablando de la ciencia demostrativa, la única que según él amerita en nombre de ciencia, Aristóteles declara que es "necesario que parta de premisas que sean verdaderas, primeras, inmediatas, más conocidas que las conclusiones anteriores a estas y de las cuales las causas." De hecho, la ciencia demostrativa por excelencia, la matemática se presenta, hasta época reciente, bajo esta forma categórica. Todavía Legendre, por ejemplo, cree haber demostrado el postulado de las paralelas porque lo ha deducido rigurosamente de algunas proposiciones que establece como perfectamente evidentes, sin parecer percatarse de que no ha hecho sino cambiar de postulados. Hay casi que hacerse violencia para razonar ex hypothesis, a partir de proposiciones que se juzgan dudosas o falsas. Los niños, ciertos enfermos mentales, los espíritus incultos, se muestran incapaces de un esfuerzo tal: en lugar de responder sacando, de premisas arbitrarias, las consecuencias que se desprendan de ellas se ponen a discutir las premisas: "! No es verdad!" Los adultos mismos, y de un alto nivel intelectual, no escapan siempre a la tentación de entender como categórica una deducción, que se les presenta como hipotética: siguen la línea de menor resistencia. Prueba de ello, este "contrasentido secular", como lo llama L. Brunschvicg, al cual dieron lugar los argumentos famosos por los que Zenón de Elea concluyó la imposibilidad del movimiento: ¡como si hubiera sido lo bastante loco para dudar de él! Y ¡cómo sino hubiera querido por el contrario, razonando por lo absurdo probar por la falsedad manifiesta de la consecuencia, la de la hipótesis de la que mostraba que ella se deducía!
¿Es necesario insistir largamente para hacer comprender, en segundo lugar, cuán extraordinario esfuerzo mental imponía la renuncia a la actitud perceptiva natural, la cual nos hace aprender un real compuesto de las cualidades concretas que nos dan nuestros sentidos, para sustituirla por una visión completamente intelectual, que reduce lo real a un sistema de relaciones matemáticas entre las dimensiones abstractas? ¿Qué más paradójico que oponer de esta manera el mundo físico al mundo sensible, que más desconcertante que remitir a las apariencias el sol que encandila mi vista, para poner en su lugar, como verdadero sol, aquel que está "sacado de las razones de la astronomía? Aquí también, la resistencia no cesa al nivel del sentido común y de los espíritus subdesarrollados. Se manifiesta, no hay que decirlo, no solamente en los artistas, naturalmente golosos de todos los sabores de lo sensible- y se verá a Goethe, por ejemplo, encarnizarse con la teoría newtoniana de los colores para reemplazarla por una Farbenlebre cualitativa-, sino también entre los filósofos, los de la línea fenomenista, de Berkeley a Bergson. Y le sucederá incluso a un físico como Duhem soñar con una renovación de la física de las cualidades. Aparecerá sin duda menos independiente por que el hombre ha tardado tanto para practicar el experimento. Es que dos sistemas de valores lo obstaculizaban: el primado de la teoría sobre la práctica y el de lo natural sobre lo artificial.
Con frecuencia, y con razón, se ha invocado la institución de la esclavitud para explicar porque los griegos, de espíritu tan ingenioso desarrollaron tan escasamente el maquinismo. Es que, como lo explica P. M. Schuhl, "la existencia de la esclavitud no crea solamente condiciones en las que la construcción de maquinas, que economizan la mano de obra, parece poco deseable desde el punto de vista económico; la esclavitud también entraña una jerarquía particular de los valores que provoca el desprecio del trabajo manual". La especulación es superior a la acción, el ideal está en la vida contemplativa. Este desprecio por las necesidades materiales sobrevive a la esclavitud propiamente dicha y se encuentra en la Edad Media, donde las artes "mecánicas" son fuertemente despreciadas en relación con las artes liberales. Se sabe cuánto padecieron los arquitectos, los pintores y los escultores del Renacimiento para alcanzar la misma consideración que los sabios o los poetas; y su gran argumento fue que su arte es también "experimental". Los médicos, que hablan latín y trabajan en los libros, están colocados alto en la escala social, mientras que los cirujanos, cuyo arte es simple "mano de obra", como su nombre los indica, quedan relegados a la corporación de los barberos. Se comprende que un estado de espíritu tal no favorecía mucho, por parte de los sabios, la manipulación, ni aun la concepción de aparatos de experimentación; mientras que los artesanos, que habrían tenido los medios para ello, no tenían, por su parte, razón alguna para construirlos. Y si hubo al final de la Edad Media un despertar de las técnicas, salvo en algunos espíritus superiores, como Leonardo, permanecieron relativamente separadas de los trabajos científicos. Apenas el transcurso del siglo XVI, como lo nota Mason, "la barrera entre las tradiciones artesanal y sabia, que hasta entonces había separado las artes mecánicas de las artes liberales, comienza a borrarse". Una de las ideas centrales de Bacon, será justamente la necesidad de fecundarlas mutuamente, de casar la facultad racional y la facultad empírica, o, como él dice también de conducir a la coincidencia la ciencia y el poder.
Este desprecio de las artes mecánicas consideradas como serviles, se encontró además reforzado por una segunda valorización, que no podía sino transformar la falta de atractivo de las prácticas experimentales en una verdadera aversión: la actitud de respeto religioso ante la naturaleza, con la comparación de un vago sentimiento de temor ante las fábricas del arte, en las que se sospecha siempre algo ligeramente diabólico. La naturaleza es la obra de Dios. Quien con modificarla, se coloca por ello como rival de la divinidad. Obra impía y, por añadidura, perfectamente vana, pues ¿Cómo esperar poder hacerlo mejor que Dios? Con este "tabú de lo natural", como dice R. Lenoble, la experimentación no pudo dejar de ser referida a las "malvadas doctrinas" y situada en la prolongación de las practicas mágicas. Por más que se había forjado la noción de una "magia natural", ésta tuvo siempre cierto olor a herejía.
En su oposición común a las prácticas experimentales, estas dos valorizaciones se fundan en una sola, reforzada así por el concurso de ambas. El arte corre parejas con la práctica, como la teoría con la simple observación de la naturaleza. Por eso se abrirá una brecha cuando las dos comiencen a disociarse. Una ilustración lo bastante impresionante para que la demos aquí como ejemplo, nos la proporciona, en la segunda mitad del siglo XVI, el caso de Bernard Palissy. Por un lado Palissy, calvinista austero, venera la obra de Dios y juzga que el arte no puede tener éxito, si pretende hacer violencia a la naturaleza, pues "todas las cosas violentas no pueden durar… Es imposible imitar a la naturaleza en alguna costa, cualquiera que sea, si primeramente no se contemplan los efectos de esta, tomándola por patrón y ejemplar, porque no hay cosa en este mundo en la que haya perfección, sino en las obras del soberano". Pero esta manera de someter el arte a la naturaleza, que lo limpia de toda sospecha de impiedad-no intentar contrariar la obra de Dios, sino esforzarse en copiarla- le permite por otra parte, a él, simple artesano, que no sabe ni griego ni latín, trastornar la jerarquía tradicional entre la teoría y la práctica, y poner la interrogación activa de la naturaleza por encima de las enseñanzas que se reciben pasivamente de los libros. Palissy se explica así en el Avertisamerus et lecteur de los Discourses admirables: "Amigo lector, el deseo que tengo de que saques provecho de la lectura de este libro, me ha incitado a advertirte que te pongas en guardia para no embriagar tu espíritu con las ciencias escritas en los gabinetes por una teórica imaginativa, o tomada de algún libro escrito por imaginación de aquellos que nada han practicado, y te guardes de creer las opiniones de aquellos que dicen y sostienen que la teórica ha engendrado la práctica…
Yo preguntaría a quienes sostienen tal opinión, aun cuando hubieran estudiado cincuenta años los libros de cosmografía y navegación de la mar, y aun cuando hubieran los mapas de todas las regiones y el cuadrante del mar, el compás y los instrumentos astronómicos: ¿querrían, con todo, atreverse a conducir un navío por todo país, como hará un hombre y práctico? Ellos se cuidan de ponerse en peligro por mucha teórica que hayan aprendido: y cuando hayan disgustado mucho, tendría que confesar que la práctica engendró a la teoría. He adelantado estas palabras para tapar la boca a quienes dicen, ¿Cómo es posible que un hombre pueda saber alguna cosa y hablar de los efectos naturales, sin haber visto los libros latinos de los filósofos? Semejante razón no puede tener lugar para conmigo, puesto que por práctica pruebo en varios lugares la teórica de varios filósofos, aun de los más renombrados y más antiguos… Al probar mis razones escritas, satisfago la vista, el oído y el tacto: por razón de lo cual los calumniadores no tendrán ningún lugar contra mí." Así se encuentra justificada y dignificada esta "adicción del hombre a la naturaleza" por la cual muy pronto Francis Bacon definirá el arte como la vía abierta para lo que progresivamente llegará ser la física de laboratorio.
Notas al calce
Ver a este respecto las pertinentes observaciones de R. Lenobir, "Origins de la pensé scientifique moderne" en Historie de la sciencie, Parla, Gallimard (Enciclopedie de la Pleinde).1977. pp. 370.
Citado por B. Cassavier, el problema del conocimiento, vol. 1, p. 346 (PCF, México, 1965).
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